
Capitulo 1
La lluvia en Alespan no cae: duele. Es agua con memoria de óxidos, una película fina de residuos que hace cantar a las chapas, empasta los neones y riega la miseria para que vuelva a crecer. Bajo esa cortina de luz sucia, Malek Soren cruza el mercado con el impermeable de camuflaje pegado a la espalda; la capucha arroja una sombra que borra medio rostro y le deja, visible, solo la línea más honesta: la boca apretada.
Los pasillos del mercado están armados con chatarra y tenacidad. Toldos de plástico con logos de corporaciones piratas se tensan y gotean; cada gota abre un cráter mínimo en los charcos multicolores del suelo, arcoíris de combustible y tristeza. Los altavoces escupen una base electrónica hecha de latas golpeadas y promesas de crédito fácil; voces encima venden caldo con sabor a pollo que jamás vio un ave, fruta demasiado brillante para haber crecido en nada vivo, filtros de aire reciclados con estampitas de santos budistas comprensivos.
Malek avanza sin prisa, con esa forma de caminar que ya es reputación: el peso en el talón, la atención derramada por los bordes, la cortesía de no mirar a nadie demasiado tiempo. Pasa junto a una tienda de implantes donde un ojo artificial —exhibido en una copa, flotando en gel— lo sigue con obediencia de perro viejo. No se detiene. El hambre no es urgencia, es rutina.
En la esquina de chapa azul, un mostrador que antes fue lavadora ofrece pan comprimido. El vendedor es un anciano con manos como hierro frío; la piel le cuelga en pliegues que recuerdan mapas de guerra. Pesa un bloque en la balanza y lo suelta como una piedra.
—Dos créditos —dice, sin convicción.
Malek deja caer una ficha. El impacto suena a certeza.
—Uno y medio —contesta, apagado, como si le diera pereza gastar más palabras.
El viejo alza los ojos. Los baja. Retira medio crédito de su propia caja y se lo guarda, resignado a una economía de fe y recuerdos. Malek recoge el pan. Podría sonreír; no lo hace. La negociación en Alespan nunca es por dinero: es por jerarquía.
Un par de metros más allá compra proteína en gel, sabor “mar”. La dependienta —una mujer joven con tatuajes de ondas tibetanas en el cuello— le ofrece un segundo sobre al precio de amigos. Malek niega con la cabeza; no cree en los amigos de mostrador. Se aparta del flujo de cuerpos para abrir el sobre y apretarlo en la boca. El gel baja como una excusa.
Al doblar hacia el corredor de los repuestos, tres siluetas se despegan de la pared. El primero lleva un chubasquero transparente con luces correteando por los bordes; el segundo tiene el pómulo cosido con grapas; el tercero cuelga de la comisura un cigarrillo que la lluvia insiste en matar. No hablan. Miran. Calculan. Hay un segundo de electricidad, la clase de vibración previa a cualquier error caro. Malek gira un centímetro el rostro, lo justo para que la capucha se escore y se vea el perfil: una cicatriz corta en diagonal, una mirada que no pregunta.
Las luces del corredor se reflejan en sus pupilas, negras como un sí sin condiciones. El de las grapas aparta la vista primero. El del cigarrillo finge recibir una llamada, mal teatro. Se disuelven en la multitud con la disciplina de quien ya aprendió que confrontarlo es como cruzar una autopista en hora punta: puede que llegues al otro lado, pero nadie va a apostar por ello.
El aire huele a metal mojado. Alespan cruje en sus articulaciones. Malek sigue, esquivando una riada de gente que trafica con cosas que nunca deberían haber existido: crucifijos impresos en 3D con chip NFC, reliquias de servidores desmantelados, dientes de tiburón que probablemente son plástico y en ocasiones artículos con restos de sangre mal limpiada.
Fuera del mercado, la calle baja se estira hasta su edificio: un bloque de hormigón con lepra de cables, tatuado de grafitis que alguien pintó para que el mundo supiera que aquí la esperanza alquila por horas. Las escorrentías de la azotea se arrojan al suelo desde colmillos de acero. En la entrada, un dron comunitario duerme en modo ahorro: dos hélices, un LED parpadeante y una pegatina que reza “NO USAR EN DÍAS DE VIENTO”. Hoy no es el caso; el viento no llega tan abajo.
En el umbral, sentada en el escalón con las rodillas bajo la barbilla, está Lyra. Tiene el cabello enredado en sí mismo como alambre dulce. Lleva una sudadera demasiado grande con el logotipo de una compañía que nunca la contrataría. Cuando lo ve, no se levanta: solo endereza la espalda, lo justo para formalizar el ritual.
—¿Cena, Malek?
Su voz es un hilo que no pide, propone.
Él abre la bolsa, parte el pan por la mitad. El crujido es honesto, casi elegante en su pobreza. Le alarga la porción como si entregara una herramienta. Lyra no baja la mirada: la sostiene, aprende, archiva. Él asiente, un gesto mínimo que contiene ternura y blindaje.
—Come —dice, y la palabra cae con el peso exacto de una orden amable.
Ella sonríe como si acabara de ganar una pequeña guerra y desaparece por el hueco de la escalera, ligera, con la media luna de pan pegada al pecho. En la esquina del vestíbulo, el conserje —un holograma mal calibrado— intenta desearle un buen día en un bucle de tres frases; una chispa insiste en reventarle el saludo cada dos segundos. Malek lo atraviesa. No siente nada.
Las escaleras huelen a moho y a ozono viejo. En cada rellano, la vida filtra su banda sonora por debajo de las puertas: el llanto de un bebé, una discusión que se tropieza con la risa, un mantra budista reproducido en un altavoz cascado que consigue que, por un instante, el pasillo recuerde a un templo quebrado. Malek sube con ese ritmo de animal urbano que ya conoce el terreno: un pie mide, el otro decide. Las cámaras rotas lo miran pasar con ojos ciegos; una lucecita verde intenta nacer en una de ellas y se arrepiente.
En el quinto, una puerta abierta revela un salón con un altar mínimo: un cuenco, una vela, una imagen de Buda impresa en papel barato. El humo de incienso huye por el pasillo como una plegaria que perdió el camino. Malek inhala sin detenerse. La fragancia —sándalo sintético— se engancha unos segundos a su memoria muscular: el silencio de aquella comunidad que lo recogió de niño, las manos firmes que le enseñaron a sentarse, a respirar, a no romperse del todo. Después lo suelta. El presente exige toda su atención.
Llega a su planta. Los fluorescentes del pasillo oscilan entre la fiebre y la resaca. Sobre el linóleo, huellas de barro se convierten en un mapa que no conduce a ningún lugar. Su puerta es una pieza de museo ofendido: acero mal pintado, bordes corroídos, un cierre magnético que trabaja más por orgullo que por voltaje. A la altura del ojo de buey alguien talló con una llave RUINAS SON FUTURO. Bajo eso, con otra caligrafía, alguien añadió: Y EL FUTURO SIEMPRE BALANCEA CUENTAS.
Malek apoya el pulgar en el lector. La pantalla intenta negarse, reconsidera, y lanza un pitido condescendiente. El cerrojo suelta un suspiro metálico, como si estuviera cansado de vivir. Empuja.
La puerta cedió, pero el aire, no. El aire tenía otra firma: una vibración mínima en la piel, la clase de arruga que deja un cuerpo ajeno cuando altera el equilibrio de una habitación disciplinada. Nada revuelto, ningún cajón forzado, ni una mota fuera de sitio. Precisamente por es
Malek entró como si el cansancio le pesara más que la lluvia. Dejó la bolsa en la encimera, colgó el impermeable en el gancho torcido. Los ojos iban donde no miraban: a los reflejos. El acero del fregadero le devolvió un pasillo deformado; el vidrio oscuro del microondas, una esquina del sofá convertida en sombra; la película de agua en el alféizar de la ventana, el latido pálido de un LED que él no había dejado encendido. Caminó hacia la cocina con la parsimonia de quien ya eligió el lado de la moneda antes de lanzarla.
Abrió el frigorífico. La luz interior estalló en blanco sobre los objetos. En la tapa, encima, un bote de cristal —tapa de hojalata, etiqueta a medio despegar— le ofreció un óvalo bruñido del salón. Ahí estaba: la silueta sentada en el sofá del rincón, el cuerpo recostado en la penumbra, la paciencia de los que saben esperar y no pagan alquiler.
El movimiento vino sin pensamiento, memoria muscular pura. Mano izquierda al estante oculto dentro del frigo, imán suelto, placa fina, Mars Eagle fría como una decisión. Giro, empuñadura segura, encare. Disparo.
La detonación llenó el apartamento con un golpe seco que hizo vibrar el hormigón. Un fogonazo corto, el olor químico de la pólvora mordiéndole la garganta. El proyectil… no existió. El aire delante del cañón no cortó nada. Ningún impacto, ningún chasquido de hueso ni vidrio ni tela. Solo el eco rebotando entre las paredes como si buscara a quién culpar.
—¿Así recibes a los amigos?
La voz llegó desde la sombra con la sonrisa ya puesta. Grave, gastada, con esa ironía que siempre llevaba el polvo de la calle pegado a las sílabas. El intruso no se movió. Encendió, en cambio, un mechero: una brasa mínima describió su rostro durante un segundo, suficiente para dibujar la mandíbula, las arrugas en abanico junto a los ojos, la cicatriz que el tiempo le había dejado como firma.
Sam.
El único que sabía dónde dormía la Mars Eagle cuando no estaba en su cintura. El único con manos, herramientas y descaro suficientes para abrir la pistola, caparla y volver a dejarla exacta, impecable, salvo por ese detalle letal: cargador de fogueo, expulsión de gases, nada que matar salvo el silencio.
Malek mantuvo el arma arriba un latido más, por principios, luego la bajó despacio. Sintió entre los dedos el retroceso fantasma que no había llevado ninguna bala. El frigorífico seguía abierto, derramando su luz blanca sobre el suelo como un delito confesado.
—Vuelves a entrar sin permiso —dijo, la voz en la cuerda floja entre la amenaza y el bostezo.
—Llamé —contestó Sam, exhalando humo que no debía existir—. El conserje me deseó tres veces un buen día y ninguna era para mí.
Malek cerró el frigo con la cadera. Puso la Mars Eagle sobre la mesa, deslizándola entre el rosario budista y la antena injertada del comunicador, y la miró como si fuera la culpable. Notó el peso raro, la forma en que el muelle había devuelto el carro: un tercio más liviano. Sí, estaba trucada. Sam había dejado su firma invisible en el gatillo.
—Me debes una puerta nueva —dijo Malek.
—La tuya abre con suspiros, no con llaves. —Sam sonrió sin enseñar dientes—. Y te debía una prueba. Tenía que asegurarme de que sigues siendo tú: reflejos primero, preguntas después.
—Prueba superada. —Malek señaló con la barbilla el sofá—. Ahora explícame por qué no debería tirarte por la ventana.
Sam dejó caer la ceniza en su propia palma, como quien mide la gravedad en gramos. Se recostó un poco más, dueño del rincón y de la escena.
—Porque tengo un trabajo que paga lo bastante como para que te compres dos puertas, tres, y porque —alzó el mechero una última vez, faro íntimo en la penumbra— esto es exactamente tu tipo de problema.
Sam dejó que el humo se disolviera en la penumbra, como si el cigarro también estuviera hecho de mentira.
—Relájate, Soren. Si hubiera querido que alguien te dejara vacío, no te traería pólvora de feria.
Malek no respondió. Le quitó el cargador a la Mars Eagle con un clic que sonó a diagnóstico y lo dejó junto al rosario. Los dedos le olían a nitrato y desconfianza.
—Habla —dijo.
Sam apoyó los codos en las rodillas. Cuando hablaba de trabajo, la voz le bajaba medio tono y se volvía herramienta.
—Flota a Marte en seis horas. Contrato breve, extracción quirúrgica. Valles Marineris, sector administrado por el CMA. Excavación “científica” que no es ni lo uno ni lo otro. Quieren que entres, cojas una cosa muy concreta y salgas respirando.
—Quién es “quieren”.
—Gente con más dinero que cara. Y con menos paciencia que dinero. —Se pasó el pulgar por la cicatriz de la mejilla, tic antiguo—. AstraCore tiene a dos equipos en órbita esperando luz verde. NIO está comprando licencias de vuelo a lo loco. Pero el hallazgo cayó en jurisdicción marciana y eso ha puesto nervioso al Consorcio. Demasiados ojos. Necesitan a alguien que no figure en ninguna lista. Te necesitan a ti.
Malek desvió la mirada a la ventana. Alespan pulsaba al fondo, como si la ciudad tuviera un corazón mal cableado.
—Qué “cosa” —preguntó.
Sam sacó del bolsillo una cápsula de carbono del tamaño de un mechero y la dejó en la mesa, entre el arma y el rosario. Al tocarla, la superficie se activó con un brillo lechoso. El apartamento se llenó de un holograma pobre pero testarudo: un fragmento de plano, líneas y cotas que se curvaban como si alguien hubiera intentado dibujar una melodía con regla. En el centro, un símbolo circular abierto por dos muescas opuestas.
—Lo llaman Llave de Compás —dijo—. Piezas como esta han salido en ruinas viejas, pero ninguna en Marte. La tuya está en una cámara inferior. Tres accesos, dos sellados, uno “vigilado”. —Hizo comillas en el aire—. El vigilante es burocracia con casco. A ti eso se te da.
Malek se inclinó, dejó que el holograma le lamiera la retina. El zumbido que había notado antes —ese hilo agudo detrás del silencio— dio un paso adelante y se quedó otra vez quieto, como un animal que decide no huir.
—Precio —dijo.
—Cincuenta ahora, cien al salir de Marte, cincuenta si entregas el paquete respirando en Ceres. —Sam levantó una ceja—. Hay prima de silencio. Nadie quiere titulares. Ni cuerpos.
Ciento cincuenta por un paseo en Valles Marineris. Demasiado dinero para una pieza “arqueotécnica”. O el cliente estaba desesperado, o había otra capa del juego bajo el tablero. Malek notó la vieja costumbre de su mente: construir salidas mientras decía que sí.
—Y por qué tú —preguntó—. Por qué vienes con fogueo y hologramas de saldo en lugar de enviarme un mensaje como todos los cobardes.
Sam miró el rosario un segundo. Sonrió de lado.
—Porque necesitaba verte la cara cuando el arma no matara. —Se encogió de hombros—. Y porque quería recordarte que me debes una, aunque sea pequeña. De amigos a amigos.
—No tenemos amigos —dijo Malek.
—Exacto —replicó Sam—. Así es más fácil.
Silencio. Afuera, la lluvia le pegaba patadas a la noche. Dentro, la Mars Eagle parecía pensar en su propia inutilidad inmediata. Lira, en el hueco de la escalera, probablemente ya dormía con la media luna de pan abrazada. El zumbido, otra vez, delineó los bordes del cuarto: mesa, arma, cápsula, símbolo. Algo ahí dentro llamaba a algo ahí dentro de él.
—Ruta —dijo por fin—. Credenciales. Equipo.
Sam chasqueó la lengua, satisfecho.
—Transporte encubierto desde Puerto Delta en dos horas. Pasas como técnico de mantenimiento para una subcontrata de Kurosawa Heavy Systems; el uniforme es feo, pero abre puertas. En Marte te recogerá una lanzadera marciana con placa azul. La entrada será por el acceso “vigilado”. Te gustan las ironías.
—Equipo —repitió Malek.
—Lo justo: respirador modular, microcargas, visor de espectro bajo, guantes con agarre inverso. —Sam lo miró—. Tu cuchillo. Y… balas de verdad. —Señaló el cargador—. Te cambio el juguete por algo serio cuando bajemos.
Malek asintió una vez. Guardó la cápsula en el bolsillo, como si se guardara un insecto vivo. Cogió la Mars Eagle, la desmontó a medias con ese mismo movimiento de siempre, verificando cada pieza como si fueran pecados, y la dejó lista para un cargador que aún no tenía.
—Dúchate —dijo Sam, levantándose—. Vas a oler a lluvia y a pólvora en el control y la mitad de la seguridad de Delta son narices con placa. Te espero fuera. Tenemos tiempo para un té malo y dos mentiras.
Malek lo dejó ir hasta la puerta. Antes de que saliera, la ciudad y el zumbido se pusieron de acuerdo un instante para hacerle una pregunta sin palabras. No la respondió.
—Sam —lo detuvo.
—¿Sí?
—Si en la excavación hay bandera de AstraCore, no dispares primero.
Sam lo miró con algo parecido a respeto.
—No soy yo quien dispara primero, Soren. Yo solo te traigo hasta la línea.
La puerta volvió a suspirar. El apartamento recuperó su geometría. Malek se quedó de pie unos segundos más, como si esperara que el silencio le diera una respuesta. No se la dio. Se movió. Ducha fría, cambio de ropa, check de equipo. Guardó el rosario en el bolsillo interior del impermeable y, al pasar junto a la ventana, echó un vistazo último a Alespan.
Sam tenía la edad de quien ya cruzó demasiadas veces la misma línea y aprendió a cobrar por ello. Llevaba la barba como una sombra obediente, el pelo corto con canas que parecían limaduras de hierro, y una cicatriz diagonal en la mejilla izquierda que no ensuciaba su sonrisa, solo la hacía más creíble. Sus manos eran catálogo de herramientas: nudos en los nudillos, cortes finos en los pulpejos, el pulgar derecho con un callo donde otros llevan un anillo. Caminaba como si midiera pasillos invisibles y hablaba como quien sabe desmontar una bomba con una broma mientras la cuenta atrás sigue corriendo. No prometía lealtades; ofrecía resultados. Su sello favorito era ese: dejar todo igual… salvo un detalle letal.
Salieron hacia Puerto Delta con la lluvia firmando la acera. Sam delante con el maletín de “mantenimiento de fluidos”, Malek detrás con el impermeable liso y la capucha subrayando el anonimato. El primer control era municipal, de esos que se pagan con contratos y se vigilan con drones tacaños: biometría a pulgar, patrón de pasos, olfateadores de nitratos y aerosoles. El detector de pólvora respiró hondo y no encontró nada; no podía. La Mars Eagle viajaba desmontada en el interior del maletín, mimetizada entre repuestos de Kurosawa: la corredera disfrazada de guía de carril para actuador, el cañón metido en un tubo con etiqueta de microfluídica T-12, el conjunto de disparo repartido en bolsitas con QR de retenes de válvula. Las “balas” eran pulsos sónicos encapsulados —cartuchos sin carga nitrada, discos piezoeléctricos con microbatería— sellados en blísteres que decían “calibradores para martillos ultrasónicos”. En Delta nadie buscaba sonidos; buscaban químicos.
La lanzadera orbital KHS TS-22 Tsuru esperaba con las alas plegadas bajo un arco de luces frías. Sam enseñó las credenciales de subcontrata de Kurosawa Heavy Systems: uniforme gris, cinta amarilla, parche de “RIM—Servicios Externos”. El lector dudó dos segundos —los mismos que tarda un algoritmo en decidir si te arruina la tarde— y abrió el torniquete. Dentro de la Tsuru, filas de asientos abatibles, olor a ozono y selladores, y un murmullo de tripulantes que sabían que el verdadero despegue siempre pasa por papeles. Cinturones, anclaje, vibración. El ascenso fue una recta que mentía: temblor contenido, el estómago cuadrando cuentas con el suelo, Alespan encogiéndose hasta ser un mapa de neón mojado.
Alespan Orbital Hub los recibió con ese zumbido grave de estaciones que no duermen. Anillo A, Muelle Técnico. Segundo control: seguridad contratada por corporación con cascos negros y viseras pulidas. Un perro-robot olfateó contenedores; cámaras térmicas pestañearon; un escáner volumétrico los recortó en azules y grises. En el mostrador, una mujer de AstraCore leyó sus pases con ojos de contador. Sam sonrió sin dientes.
—Mantenimiento de catenarias de fluido en tránsito —dijo, y puso encima del cristal una orden de trabajo que brilló con tinta líquida.
La mujer alzó la vista.
—Destino final, Phobos Gate. ¿Qué hace Kurosawa mandando gente a jurisdicción CMA? —preguntó. Había una alerta silenciosa en la pregunta: AstraCore, NIO, CMA… demasiadas placas en el mismo pasillo, demasiadas jurisdicciones sobre el mismo botín.
Sam no parpadeó.
—Subcontrata de emergencia. Válvulas T-12 en los reguladores de baja a Valles Marineris. Si no drenáis bien, la estación marciana os manda la avería de vuelta con intereses. —Empujó una carpeta “olvidada”—. Firmas y acaban antes.
La mujer arrugó un segundo la nariz —alguien dentro de su auricular le decía que aquello cuadraba con alguna línea de servicio— y les devolvió los pases. Un gesto minúsculo de Sam, y caminaron. Cuando el torniquete les comió las sombras, Malek solo dijo:
—Una mentira buena es una verdad con hambre.
—Y desayuno de burocracia —contestó Sam.
El corredor de transferencia los llevó a la bahía de acoplamiento 6. Ahí dormía la nave que los arrancaría de la órbita terrestre hacia la traza interplanetaria: el carguero NIO Perihelion, casco pálido con heridas de micrometeoros y un lomo de anillos superconductores. NIO operaba el tramo de mercancía delicada entre órbitas interiores; el personal de AstraCore hacía números, Kurosawa ponía herramienta, y CMA se reservaba el derecho de veto en Marte. Nadie mandaba del todo; todos creían hacerlo.
La Perihelion tenía un corazón licenciado: anillos de curvatura tipo Alcubierre con gobernador pleyadiano. La métrica no propulsaba la nave; le decía al espacio cómo comportarse, comprimiéndolo delante, expandiéndolo detrás. La nave se quedaba en su burbuja, sin “acelerar” en sentido clásico; era el tapiz el que se plegaba. Los tratados tras el Contacto Pleyadiano de 2120 habían limitado gradientes y perfiles de salto; morir por corrimiento al azul seguía de moda en ciertos barrios, pero ya no en rutas comerciales. La Perihelion anunciaba trayecto de baja distorsión, con una fase previa de anclaje a corrientes gravitacionales y otra de crucero warp de siete horas relativas.
Tercer control, el peor: aduana interestelar. Rayos mu y neutrones lentos, cámaras de densidad, sondas de campos débiles. Malek dejó el maletín en la cinta y sonrió con los labios juntos. El operador bostezó hasta la epiglotis y miró la pantalla.
—¿Qué lleváis aquí? —preguntó, señalando los blísteres de “calibradores”.
—Pulsadores piezo para martillos. Los viejos vibran como borrachos en gravedad parcial —dijo Sam—. ¿Quieres que te baje una caja para el archivo de piezas faltantes o prefieres que la estación marciana te escriba una queja?
El operador chasqueó la lengua, miró a los dos, y dejó pasar el maletín con esa pereza funcional que sostiene imperios.
A bordo, la tripulación repartió dos parches vestibulares (“para no marearse con la marea que no existe”) y una advertencia:
—Durante el anclaje de burbuja, no miren por las ventanillas. Hay quien se queda pensando en geometría demasiado tiempo.
El encendido fue un rumor que vino de todas partes: los anillos entonando un grave, las bombas de He3 modulando, los estabilizadores tirando de la masa como si la peinaran. El mundo no tembló: cambió de opinión. Atrás, la Tierra se volvió una idea con bordes suaves; delante, la traza a Marte fue una pendiente por la que resbalar sin moverse.
Malek sentó el maletín entre los pies. Sam lo dejó dormir una siesta de perro guardián. La burbuja hacía su magia silenciosa: sin vibración, sin el mordisco clásico en el estómago; solo un apriete suave en los dedos, como si la cabina quisiera recordarles que estaban dentro de un límite con normas nuevas. El tiempo adquirió buena educación; pasó sin llamar la atención.
Al apagar los anillos, el casco crujió con ese suspiro de metal que vuelve a creer en la gravedad. Phobos Gate flotaba delante como una nuez negra con luces: hangares, brazos de atraque, antenas orientadas a la piel de Marte. CMA en letras rojas, discretas como un sello de aduana. A Marte lo gobernaban otros; la ciudad no tenía Juego activo, pero sus ruinas daban trabajo a demasiados curiosos con credenciales.
Cuarto control: CMA Customs. Uniformes azul ónix, pistolas que no eran de feria. El funcionario del cubículo 3 —pelo brillante de gel, uñas impecables, ojeras de turno largo— leyó sus pases y cambió de tono.
—Kurosawa, ¿eh? —miró a Malek—. ¿Qué unidad vienes a mantener en Valles Marineris?
La pregunta llevaba trampa: la hoja de ruta decía “Reguladores T-12” pero los T-12 no estaban desplegados oficialmente en ese sector. Sam llegó medio paso tarde. El aire se tensó, esa vibración previa al error caro. Malek no parpadeó.
—Anillos de presión en hab-galerías. El inventario dice T-12 por compatibilidad, pero el casco es T-9 y medio. Si me haces abrir tu CMDB aquí, nos vamos a aburrir los tres. —Dijo “CMDB” con la soltura con la que se reza—. Vengo a calibrar y a cerrar incidencia. Si quieres, te dejo el informe de diferencias para que lo fusiles como aviso interno.
El funcionario midió el riesgo: si insistía, tenía que llamar a NIO o a AstraCore para contrastar piezas; si cedía, la responsabilidad era suya. Sam le empujó un formulario de “intervención no intrusiva” con el campo de firma subrayado.
—Te llevo un té, si te compensa —añadió, cordial.
El sello cayó. La barrera subió. Sam soltó aire.
—Casi —dijo.
—Aprendí a mentir con gente que no cree en el pecado —dijo Malek.
Los transfirieron a la lanzadera CMA Maat-4, un autobús con cohete que olía a goma nueva y a reglamento. Los asientos miraban al suelo; al otro lado, por el ojo de buey, Marte se acercaba con su cara de óxido viejo. Sam mandó un mensaje corto a “Ravel” —clave para el contacto en superficie—; Malek pasó el dedo por el rosario en el bolsillo interior.
Durante la reentrada, los paracaídas de guiado abrieron sus flores matemáticas y los retrocohetes arañaron el aire marciano con un rugido seco. La Maat-4 se posó en una plataforma polvorienta con una elegancia que parecía barata. Valles Marineris se extendía al oeste como una herida antigua cosida con ciencia. Un cartel clavado sin humor: “Sector Administrado—CMA. Acceso con placa azul.”
Último control: portón de superficie. Escáner de masas, arco de resonancia, perros robóticos con micrófonos en vez de narices. El maletín volvió a la cinta. Un técnico joven —chaqueta con el logo de NIO, ojos curiosos— se inclinó.
—¿Qué trabajo venís a hacer? —preguntó, sin autoridad pero con hambre.
Sam se adelantó, sonrió para foto de empresa.
—Purgas. Si no te cuento las tuyas, no me preguntes por las mías.
El chico rió, como se ríe cuando crees que has compartido una complicidad que en realidad te ha excluido, y los dejó pasar. El arco cantó una nota aguda al masticar los discos piezo; el operador leyó el etiquetado y la dejó caer al silencio.
Dentro, el aire tenía ese gusto a filtro recién cambiado. Placa azul colgada del cuello, pases en la muñeca, mentiras en el bolsillo. Sam buscó con la mirada a su contacto; Malek miró el polvo en suspensión como quien lee los contornos de una trampa.
La Mars Eagle esperaba su resurrección en una mesa de mantenimiento de la zona técnica, entre cajas de retén T-12 y sellos que jamás tocarían una válvula. Sam abrió el maletín, repartió las piezas con manos de relojero, y le pasó a Malek el cargador de discos sónicos. El arma encajó como si recuperara su nombre.
—¿Recuerdas la regla? —preguntó Sam.
—No dispares primero si ves AstraCore —dijo Malek, y montó el arma con un clic que sonó a frontera.
Afuera, Marte fingía silencio. Adentro, el trabajo empezaba. En algún punto bajo sus botas, esperaban una cámara inferior, una Llave de Compás y un montón de contabilidades pendientes. Y por encima de todo, la red de corporaciones con sus placas y su cortesía armada: CMA marcando territorio, NIO olfateando contratos, AstraCore contando respiraciones. En Marte, las ruinas pagan la fiesta… y el futuro siempre balancea cuentas.
Sobre Resonaut Universe
Un proyecto creativo que fusiona ciencia ficción, arte y tecnología para crear un universo interactivo y expansivo.
150+
15
Explora nuestro mundo
Únete a nosotros
Galería
Explora nuestro universo creativo y visual.