
Alespan
Alespan se despliega ante el viajero como un organismo vivo, contradictorio y fascinante, un coloso erguido sobre las ruinas de la antigua Barcelona que respira al ritmo del Mediterráneo. Caminar por sus calles es descender a un laberinto de pasajes sombríos donde la humedad del subsuelo se mezcla con el olor metálico de los conductos de ventilación, donde los mercados clandestinos laten bajo neones parpadeantes reciclados de otra época y la multitud se mueve como un río oscuro, siempre vigilado, siempre expectante. Allí abajo, las voces se confunden con el zumbido eléctrico y el visitante siente la opresión de un mundo que sobrevive en los márgenes, olvidado por quienes gobiernan desde lo alto. Pero al alzar la vista, la ciudad revela otro rostro: torres de cristal que perforan las nubes, cúpulas corporativas que brillan con pureza artificial, jardines suspendidos en plataformas aéreas donde el aire es limpio y el silencio sustituye al caos. Más allá, sobre el mar, el puerto orbital se yergue como un bosque de colosos metálicos, naves que parten hacia Marte y Ceres mientras proyectores holográficos pintan la noche con colores imposibles. Y en Montjuïc, transformado en santuario cultural y diplomático, la solemnidad de la piedra mediterránea se funde con geometrías pleyadianas, recordando al caminante que la humanidad ya no está sola en el universo. En Alespan, cada paso es un contraste: miseria y lujo, sombra y fulgor, el rumor sordo de la multitud y el resplandor inalcanzable de los poderosos, como si la ciudad entera fuese un espejo quebrado que refleja tanto el origen humano como la huella de lo imposible.